Oye sin escuchar. Se sitúa tras
la pequeña barra que cada tarde convierte en un púlpito, sin dejar de mirar la hoja de papel donde
anota los asientos contables correspondientes a la consumición de cada
parroquiano. Ayer hablaba del fin del mundo, y sentenciaba el final de varias
relaciones amorosas en 2012 porque Júpiter iba a poner el ojo en todo lo que se
puede destruir para provocar la desaparición de lo estable. El otro día
vaticinaba sobre la caducidad del amor y se reía de quienes andaban
emparejados. Sin dejar de contar las monedas , miraba de soslayo a quienes
entraban al local con aspecto apesadumbrado. Habla del amor sin conocer ese sentimiento y la carencia le ha
dibujado un rictus de bebé insatisfecho, como si la madre le hubiese retirado
el pezón de golpe y ahora, décadas después, conserva el signo de ausencia en
una boca amarga de donde las sentencias se caen en cascada formando un
montículo de desagradables emociones alrededor de sí mismos. Estos nuevos
agoreros del mal agüero confunden
codicia y deseo; lealtad con
fidelidad; monedas por amor; tiempo por rígidos instantes de vacío; el futuro con el presente; la amistad en intercambio; la conversación en monólogo; y las relaciones, con un impenetrable solipsismo.
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