De pronto me dejaron de interesar. Cada día me
cruzaba en el pasillo con la desagradable X. Me saludaba haciendo un gesto con
la cabeza y sonreía exhibiendo el aparato dental que tanto afeaba su expresión.
Después se introducía en su despacho y cerraba la puerta de golpe. Yo seguía
caminando por el largo pasillo hasta que llegaba a mi oficina. Tres
administrativas con buen aspecto también se cruzaban conmigo en mi camino hacia
la sede de la Administración. Una de ellas era alta y tenía una extraña fealdad
que dejaba escapar mientras te miraba, no es que fuesen sus rasgos
desproporcionados, todo lo contrario, sin embargo carecían de la armonía que se
necesita para considerar que un rostro resulte especialmente interesante. Su
cara me provocaba un empujón hacia atrás y por eso evitaba mirarla. Pero era
mucho peor la presencia en mi mismo despacho de la subjefa que se encargaba de
que el presupuesto encajara en aquel Organismo Oficial, construido hace cien años. Era muy delgada, parecía poseída por un mal que dejaba sus ojos sin
brillo si la mirabas atentamente, no es que estuviese enferma, es que al
parecerlo, su semblante adquiría una
extraordinaria palidez de aspecto cadavérico. Su preocupación consistía
en que encajasen los números en el presupuesto; aturdía a los demás para que todos los
números encajasen. Una mañana me quedé
mirando hacia las nubes estáticas tras los ventanales rectangulares . Pasó la hora del
desayuno y yo no había terminado la lista de gastos que se había generado
durante el último semestre en material de oficina. La vida se me hizo pequeña.
El bolígrafo se escapó de mis dedos. La subjefa se acercó para decirme, con una sequedad que no me perturbó, que no era posible el resultado de la suma que
le había proporcionado dos días antes. Me señaló con el dedo el error y lo
repitió en voz alta. Me desasosegué. Las miré a todas. Adquirí una conciencia
que me desveló la inutilidad de aquel vacío que se llenaba de una ira paciente,
una ira desentrañadora de tantos años inútiles. Sentí rencor. Alcé la vista y
la miré. Aquellos ojos que carecían de mínimos destellos de vida. La ausencia
de hidratación en el lacrimal, la opacidad del blanco de aquellas retinas, el
iris ligeramente visible marcando una doble circunferencia oscura que
contrastaba con el oscuro fondo del cristalino. Pensé en las pinturas de
Malevich. Blanco sobre blanco. Negro sobre negro. Un pozo oscuro que me
conducía al pasillo donde me cruzaba cada mañana con todas ellas, en lo negro
de cada vida, que se empeñan en sostener no sé por qué. Recuerdo que lo último
que hice fue levantarme, ir al baño para lavarme las manos, un gesto absurdo
sin duda. Me giré y pasé de largo todas las puertas. Al llegar a la calle me
quedé mirando el edificio. Durante mucho rato lo estuve mirando.
ese "quedarse mirando el edificio durante un período prolongado" en la filosofía de Lukács lo llamaría: "suspender temporalmente las finalidades prácticas"...
ResponderEliminarUn Abrazo,
Anna